En 1957, pese a no quedar muy despejada la cosa, un vecino de Benavente, Zamora, llamó a los periodistas del diario Imperio para decirles que había visto un platillo volante.
Era de los más viejos de la localidad, requisito que deben reunir cuantos hablan de un suceso extraordinario, por tanto su historia era digna de ser escuchada, oída y creída.
Primero le pareció un disco muy grande, muy brillante; después, que era redondo y poco luminoso; más tarde que era como un pez y opaco; luego como un melón; al poco instante como un faria (un puro). Ascendió sobre la torre de Santa María, descendió sobre la de San Juan, hizo sus pinitos sobre la de San Andrés y terminó marchándose por donde había venido echando chispas.
Los intrépidos periodistas fueron hasta el lugar descubriendo el platillo volante, que unos aficionados a los toros habían alquilado trayéndolo por carretera sujeto con una cuerda, habiéndolo guardado en una cueva de la Cantera Grande, donde lo podían examinar los curiosos previo pago de una “perra gorda” en concepto de entrada.
Lo guardaban para darle un susto al picador que, en una corrida anterior ya le habían lanzado un ladrillazo al pecho y arreado un garrotazo en la cabeza nada más salir al ruedo. Sí, éramos así de brutos.
La historia no fue aclarada con detalle por los periodistas, así de pronto, por su descripción el platillo de Benavente parecer ser los faros del coche en conjunción con un globo en forma de platillo.
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